sábado, 30 de diciembre de 2023

EN SOMBRAS


A la memoria de Antonio Córdoba

Cuando entró al almacén, los pocos que estaban le echaron una mirada torva. Alguien se levantó para irse y al salir arrojó un escupitajo a sus pies, antes de calzarse el sombrero mientras se llevaba la mano a la faja, para tocar el cuchillo. El dio un paso atrás. Un rumor impreciso voló torpemente por el aire, y la mujer que estaba en el mostrador se metió  adentro, para no atenderlo.

Al salir de allí, la sensación de haber perdido su lugar en este mundo se le reveló terminante. Con la misma fuerza, que la desazón que lo acompañaba desde esa oscuridad eterna en la que había convertido su vida, se volvía entonces más intensa.

Aquella otra noche estaba sucediendo todavía, en la continuidad pantanosa de la que nunca pudo despegar.

Apenas cumplida su parte, los otros  se apartaron buscando una excusa que no entendió. La imagen de las espaldas inclinadas, tambaleantes, cuando se alejaban en los caballos cansados, se le prendió a la mirada. Y un grito le quebró la garganta, mientras se entregaba mansamente a esa soledad que lo acompañaría el resto de sus horas.

Después volvió al rancho para despedirse, y le costó trabajo mirar a la Emilia a los ojos.  En tanto ella se daba maña suficiente para no perderle pisada, mientras le preparaba el atado de ropa. Indagando sin decir nada, con esa sabiduría antigua que él le conocía bien, y que no podía enfrentar en momentos como ese.

Se fue adentro para ver a sus hijos, y descorrió la sábana que separaba el improvisado cuarto; el más grande estaba de pie, junto a la cama. Recién entonces reparó en cuánto había crecido. El viento silbaba fuerte todavía.

Su mujer le alcanzó unas cobijas, para que se llevara con él, y le aclaró que era todo lo que podía darle; plata no había.

-Esta tarde anduvo el Pablo por acá -le dijo.
El no respondió, se entretuvo arreglando las calchas del caballo, tratando de alargar el momento de enfrentarla. Fue ella quien lo buscó, para encontrarle la mirada esquiva.
-¿Qué buscaba? –preguntó cuándo se dio cuenta que el silencio se hacía elocuente.
-Dice que la policía anduvo por el pueblo, preguntando por el compadre.
-¿De dónde sacó eso? –volvió a decir a las cansadas, fingiendo una despreocupación que no sentía, y empeñado en evitar la charla, que se le hacía cada vez más difícil- No es cierto, sabés como le gusta andar llevando de aquí para allá.
-¿No te enteraste de nada, vos?  -preguntó su mujer, suspendida la mirada en un punto incierto perforando el espacio que llegaba hasta la mirada de él, queriendo saber, y a la vez no.
-No anduve por el pueblo –dijo entre cortante y fastidiado, y la mentira volvió a quemarle el alma.
-Dice que eran como seis. Que estuvieron en el boliche chupando, y averiguando cosas. Después se fueron para el lado del monte ¿Seguro que no sabés nada vos?

La noche continuó tormentosa. Y lo sorprendió la madrugada dando vueltas todavía porque le costaba despedirse, en la certeza quizá, de que eran esos los últimos retazos de la calidez doméstica que nunca más volvería a vivir. Hubiese querido salir corriendo, para no oír las preguntas de la Emilia que se le clavaban como espinas cada vez que arremetía con su insistencia, pero a la vez costaba mucho la partida.

Miró hacia el norte y unos nubarrones inmensos arreciaban en bandada. Sintió miedo, como si el campo abierto lo fuera a devorar en medio de la tormenta.

**************

“¡¿Así que sos vos?!” fue la frase que lo  recibió en el cuartel la mañana  que llegó. Y anduvo sorteando momentos duros, y vacíos despiadados que le hacían los otros para hacerle saber que no era bienvenido. No entendía a esos hombres que en nombre de la ley habían perseguido a su compadre, pero que cuando hablaban de él  sentían el mismo respeto y la misma devoción que todos los demás.

A pesar de todo, las cartas a su mujer iban llenas de las buenas noticias que inventaba para dejarla tranquila. Pero le costaba leer las de ellas, que llegaban cargadas de preguntas. Se demoraba  en responder. Y en lugar de escribir, trataba en lo posible de mandar un recado con alguno que iba para el pueblo, porque sospechaba que la Emilia que lo conocía tanto, iba a descubrirle el secreto.

Apenas llegado a la capital sucedió lo del tren carguero; un asalto sin sentido, porque iba repleto de rollizos para Buenos Aires. Nada que se pudiera hacer dinero en lo inmediato, pero si una muestra de provocación como las que tantas veces había vivido. Y que las autoridades cargaban en la cuenta de su compadre. Cuando encontraron los inmensos troncos al costado del camino pensaron que seguramente sus hombres andaban todavía provocando para que la policía supiera que no estaban dispuestos a aquietarse.  Alguien deslizó la idea de que seguramente no había muerto, y que volvería en busca de venganza. La versión, mezclada con el desprecio que no le retaceaban, fue convirtiéndolo en ese ser opaco, alejado del trato con los demás. Hasta aquella noche de pelea, y el insulto que sus compañeros llevaban siempre a salir de boca.

Después vinieron los días en el hospital por el puntazo, y el traslado de castigo para él y el agresor. Hasta terminar en esa oficina oscura del juzgado donde lo habían puesto a montar guardia. Y donde el persistente silencio lo acompañaba, para que sus fantasmas se le hicieran presentes todo el día. Por las noches, la tortura de las horas en vela, las imágenes de su familia a la que extrañaba, y la escena eterna de Antonio Córdoba apeándose del caballo para ir a su encuentro. Siempre igual, eternamente, como en un limbo pegajoso y lento del que quería escapar lleno de terror. Los otros alejándose al tranco en sus caballos; ajenos por completo a lo que habían hecho.

Y por la mañana, vuelta a empezar, en la desidia de ese lugar, frente a esa puerta sórdida que guardaba un recinto más sórdido todavía, lleno de papeles olvidados que nadie deseaba recordar; expedientes fríos, abandonadas carpetas de historias pasadas deshilachándose en la herrumbre de otro tiempo.

En las horas del hastío se le figuraba, que también a él, lo habían olvidado en aquel lugar. Pero la carga del alma pesaba de tal forma, que  tomaba conciencia al instante que no le cabía el olvido. Las veces que sacó fuerzas para plantear un traslado, se enfrentó a la mirada ausente de su superior. Y se alejaba luego con la respuesta inconsistente de siempre, y con la recomendación de que no insistiera demasiado, porque su cuenta ya estaba saldada. Qué más podía pedir un hombre como él, al que le habían conseguido un puesto en la policía.

El día que no soportó más, decidió el regreso, convencido que junto a los suyos los fantasmas  se alejarían. Pero lo sucedido en el almacén, le devolvió la misma realidad a la que se había enfrentado hasta entonces. Al salir pensó en los ojos de la Emilia, en los años que estuvo lejos. Y en cómo continuar.

-¡Alto compadre!- le había gritado él aquella noche, desde el zaino
-¡No te conocí chamigo! –replicó el otro, y se apeó para ir al encuentro.

Sin desmontar, los que lo acompañaban cumplieron con lo pactado. Después los vio alejarse, libres de toda culpa, porque toda la culpa recaía sólo en él. Y sin saberlo, marcó para siempre su existencia. Como una sombra, ese instante se le clavó en alma para no abandonarlo jamás.

En todos estos años trató de engañarse buscando un motivo que lo justificara, pero la excusa insustancial se le dibujaba en el pensamiento para desvanecerse luego, en medio de la angustia asfixiante.

Cerca de la cañada retrocedió asustado por las sombras que lo iban persiguiendo. La luz de la luna lo había abandonado después de cruzada la colonia Cabral, en la cerrazón de una tormenta que comenzó a pintarse de pronto. La espesura del dolor se abrió negra ante su alma, para anunciarle qué intactos seguían el desprecio, y la pena que venía arrastrando. Las sombras se perdieron monte adentro. Y el grito volvió apretarle la garganta.  El barranco detrás, la noche inclemente y borrascosa como aquella vez. Y la sentencia bíblica cumpliéndose en su carne.

Beatriz Fernández Vila

sábado, 30 de septiembre de 2023

EL AGUJERO EN LA PARED


Fue por culpa del clavo que quise poner  en la pared. Un punto poroso empezó a desgranarse frente a mis ojos, y como suele suceder, el revoque cedió y fue imposible fijarlo. A la noche el punto parecía titilar. Me molestaba esa luz lejana que perforaba el espacio. Después, empezaron los ruidos, casi imperceptibles para un oído distraído, pero no para los míos, que se mantenían alertas. En la tercera noche fueron las voces, suavecitas, costaba saber qué era, cualquiera las podía confundir con  un sueño, pero no yo, que prestaba mucha atención  y las escuchaba claramente. En las noches siguientes los ruidos aumentaron. No aguanté más y  miré hacia el otro lado, unos seres pequeñitos trajinaban de aquí para allá, y levantaban alfombras, corrían muebles, y cuchicheaban. Ignoraba entonces qué buscaban, y también ignoraba que detrás de la pared de mi cuarto existiera ese mundo. Una noche, uno de ellos me vio. Contuve la respiración, y lentamente bajé hasta la cama. Al instante cesaron los ruidos y las voces. Un silencio misterioso tomó cuerpo del otro lado de la pared, y estuve temblando durante mucho tiempo. Pensándolo bien, era ridículo tener miedo por esos seres que parecían escapados de un libro de cuentos, pero así nos comportamos ante lo desconocido.

No pude dormir en las cinco noches siguientes, me inquietaba el silencio del otro lado, porque no sabía qué tramaban. Sospechaba que se mantenían atentos a mis movimientos, y aunque trataba de no hacer ruido, no estaba segura qué podía pasar si me quedaba dormida; hablar en sueños por ejemplo, cosa que hago con frecuencia, o darme vueltas en la cama, y hacer algún ruido que los alertara. Una madrugada caí rendida, desperté sobresaltada por sus voces. Alguien hablaba de un príncipe, y otro, inquieto, se puso a llorar. “¿Qué será de nosotros?” escuché, y cuando quise prestar atención se callaron de golpe y no pude averiguar nada.

Una mañana, muy temprano, encontré cerca de mi cama un pequeño platito con comida, y una tacita con leche. Tanta pequeñez era escasa aún para mi gato, pero como estaba muerta de hambre me lo devoré. Casi no salía de la habitación, ni para buscar comida, así que me vino muy bien, y por supuesto imaginé que lo habían traído ellos. Las horas se hacían interminables. Con el tiempo dejaron de hablar en voz baja. Una madrugada los noté bastante preocupados.

-¡Es un  reverendo tonto!-dijo el que parecía el jefe.

-No confiemos-dijo otro- detrás de esa cara de inocente puede ocultarse un verdadero bribón. Me causó mucha gracia lo que decían.

Con el correr de los días la intranquilidad fue cediendo, me sentía lo suficientemente segura, prestaba atención y me reía mucho con sus historias. A veces, parecía que representaban una obra de teatro por la forma en que se expresaban. Llegué a la conclusión que habían leído los mismos libros que yo había leído, y hasta los que mi abuelo me había contado, porque en sus charlas descubría los argumentos de mis cuentos infantiles. Una mañana cuando abrí los ojos, frente a mí, tenía la cara llena de espanto de alguien muy parecido a un príncipe. Cuando digo un príncipe, estoy hablando de uno de esos de los cuentos de hadas, con sus ropas de príncipe, su peinado de príncipe, y hasta una espada para defender a una princesa en problemas.

-¡Malditos sinvergüenzas!- gritaba- ¿creéis engañarme verdad? No soy tan torpe como para pensar que esta rubia desgreñada es mi bella Blancanieves. ¿Qué habéis hecho con sus preciosos cabellos negros? No podía creer  lo que escuchaba. Por lo visto, mis vecinos no eran unos tramposos cualquiera, estaban disfrazados como los enanos de Blancanieves, y habían tratado de engañar a un príncipe. Por supuesto, yo no entendía nada,  no sabía de dónde lo habían sacado, y por qué le hicieron creer esa historia. En ese momento el más pícaro trataba de convencerlo, de que todo era un mal entendido.

-Verá usted alteza, no hubo intención de burlar su confianza, en verdad nosotros pensamos que su alteza real estaba en busca de la bella durmiente. Y en ese caso hela aquí- dijo acompañando sus palabras de gestos teatrales. No me quedaba dudas de que  habían devorado cuanta película, libro, o historieta hablara de estos temas, porque conocían a la perfección cada personaje. ¿O algo mágico había ocurrido tras la pared, y en verdad me encontraba junto a los auténticos protagonistas de mis relatos favoritos?

No pude contener la risa, trataban de imitar un lenguaje y unos modos majestuosos, como usan en las películas cuando se dirigen a un rey, o una princesa. El príncipe, que parecía real ¿qué estoy diciendo? Si es un príncipe es real, quiero decir;  el príncipe, que si parecía de verdad, los miraba extrañado.

-Ofrecí mi reino a cambio de mi preciosa Blancanieves ¿y qué me encuentro? Una dormilona impresentable, escuálida y despeinada. La frasecita no me hizo gracia, después de todo estaban hablando de mí; yo era la dormilona, era rubia como la bella durmiente, no me parecía en nada a Blancanieves, y para colmo de males siete enanos vestidos ridículamente, delante de mis narices, engañaban a una pobre víctima que buscaba una princesa que por supuesto no era yo.

Esa misma tarde bajé al sótano, lo revolví de arriba abajo para encontrar mi vieja casa de muñecas. Agarré uno a uno a esos diminutos seres de libro de cuentos y los metí adentro, les dije que esa era su casa, y que debían volver a vivir allí. Después los llevé al fondo del jardín y los convencí de que nunca más abandonaran su precioso bosque. Al príncipe, que no era mucho más grande que ellos, lo subí sobre el lomo de mi perro, y le aseguré que era el caballo más brioso que encontré. Mi perro pegó un salto, y salió disparado con su carga a cuestas, no sé por dónde lo perdió, pero al día siguiente regresó sin el jinete.

Mis amigos no creyeron jamás en esta historia, pero les aseguro que sucedió. No sé si ustedes me creerán, pero por las dudas, tengan mucho cuidado cuando pongan un clavo en la pared.

Beatriz Fernández Vila

domingo, 23 de octubre de 2022

EN LAS TARDES DE LLUVIA


En las tardes de lluvia, cuando los niños no pueden salir a jugar, los duendes y las hadas conspiran acurrucados en los ventanales húmedos, queriendo escapar de los zócalos, o resbalándose de los tarros de azúcar, recordando otros tiempos, cuando alguna mamá con olor a canela, preparaba tortas fritas, o buñuelos de manzanas. Y alguna abuela nos contaba historias de su infancia, allá en su provincia lejana.

Los duendes y las hadas no pueden precisar bien estos momentos; como son eternos, creen que fue apenas ayer. Ignoran todo lo que tiene que ver con los tiempos actuales, y no entienden por qué la mayoría de los chicos de hoy pasan horas frente a ese juguete tan extraño, con figuras que parecen moverse mágicamente, pero que no tienen nada que ver con la magia que ellos conocen

Es en los días de lluvia cuando se sienten más nostálgicos, extrañan los juguetes desparramados por toda la casa; esas vastas ciudades que construían los chicos, o los pueblitos minúsculos de casas  pintorescas hechas con cajas en desuso, donde una planta de mamá se convertía en un árbol. Los chicos hacían volar su imaginación y una vía de ferrocarril pasaba por ese pueblo. Una locomotora destartalada se detenía en la estación para que subiera alguna damita imaginaria, y volvía a partir. Afuera la lluvia arreciaba, en casa había olor a buñuelos, y nada nos podía pasar porque en todas las estaciones se trepaban las hadas.

Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la contratapa del libro de cuentos infantiles "Jalea de Duendes", escrito por Beatriz Fernández Vila e ilustrado por Milagros Cabrera (Editorial Dunken, Agosto 2016).

COMO OTRA PIEL


Subió al carro con el atado de ropa que su madre le había preparado. Un dolor impreciso le quemaba en algún lugar del corazón. Y giró apenas para mirar al Manuel, que se quedó llorando mientras ella se alejaba. Sus otros hermanos la miraron sin preguntar.

A la noche había soñado con su hermana muerta. Cuando pasaron por la cañada pensó en ella. 

Recordaba vagamente la madrugada en que despertó ardiendo, como si tuviese una brasa prendida al cuerpo. Sudorosa y caliente también, como su hermana, que no había pegado un ojo en toda la noche y se quejaba casi en silencio para que los otros no escucharan. Al amanecer cuando se quedaron solas, la vio levantarse dificultosamente para ordeñar y alcanzarle un pedazo de galleta. Después miró sus ojos enormes con esas ojeras, y la pierna hinchada que apenas arrastraba.  No recordaba nada más; sólo ese día que no se le apartaba del pensamiento, como si hubiese caído en medio del rancho de pronto.

Después, la vida fue un túnel interminable donde caía sin pausa, sin saber de dónde asirse. Sólo retazos de ternura apenas vislumbrados que le dieron la fuerza necesaria para permanecer; para estar en el mundo sin estar. Como si un zarpazo la hubiese ubicado en su nuevo sitio; entre el corral y las vacas, pisando la escarcha y oliendo a guisos y rescoldo. Para ser ella entonces, quien se ocupara de los hermanos menores mientras sus padres se iban al campo con los demás.

Comió con avidez el pedazo de galleta con la leche recién ordeñada mientras su hermana se metía de nuevo en la cama. Miró la pila de cacharros arrinconados en la mesa, y pensó  que al regresar, a su madre no le gustaría verlos sucios. Después, también se metió en la cama. 

De abajo de las mantas se levantaba un vaho pestilente, y un líquido untuoso se le pegó a la piel. Hacía frío. Sabía que ni ella ni la Miriam debían estar allí, pero no se animó a molestarla. Para  el mediodía las dos se habían quedado dormidas, y cuando su familia regresó, despertaron de un limbo pantanoso, como si ambas hubiesen enfermado a la vez. 

La madre preparó unas compresas frías para su hermana, y levantó las mantas para mirarle la herida. La pierna era ya un marasmo incierto, donde un tajo supurante se había adueñado por completo y rompía la carne en bordes casi putrefactos. El padre la acercó a la ventana para mirar mejor. La fiebre era muy alta y el frío la estremeció. Luego,  hirvieron unas hierbas que le hicieron tragar a duras penas, y al día siguiente la Miriam ya no estaba.

Ella se quedó parada con los pies descalzos, mientras vio partir a los suyos atravesando el campito hasta el lugar de las cruces. 

Después, la vida se hizo cargo y siguió estallando cada año en un nuevo hermano. Y la aceptación empezó a rondarla, para ayudarle a postergar las necesidades de sus escasos años, porque fue ella quien debió enfrentar las responsabilidades de su hermana ausente. 

Con ojos huérfanos recorrió los lugares que casi no conocía. El carro crujía en el camino; desvencijado y torpe se abría paso por los campos recién sembrados. El viento de aquella mañana tormentosa se le metía bajo la falda raída. No habló, su madre tampoco. No sabía a dónde se dirigían pero estaba más preocupada por la tormenta que avanzaba, que por preguntar.

Cuando el carro se detuvo frente a la casa de los patrones tampoco preguntó por qué estaban allí, sólo pensó en el Manuel que se había quedado llorando. Su madre le alcanzó el atado y  le pidió que bajara. Es acá, le dijo, y deslizó sus ojos cansados, y los dejó suspendidos en un lugar incierto, en un mundo que era este y era otro, en una angustia antigua que se cargaba en el cuerpo como otra piel. 

Beatriz Fernández Vila

martes, 26 de julio de 2022

ELLA LE REGALÓ UNA FLOR DE PAPEL


Ella le regaló una flor de papel. Terminaba de bajar de sus zancos, se desparramó en un banco de la plaza y la gente se dispersó. Eduardo estaba allí de casualidad; por trámites personales. Del centro al subterráneo sofocante, y del subte a la plaza. Se quedó mirando el espectáculo como todos los demás. Cantaba lindo la chica de los zancos “¿Y qué será de ti lejos de casa?”. El elevaba la mirada, ella lo miró desde su altura, y cantó sólo para él. “Es una nena” pensó. Pero no pudo dejar de mirarla.

Siguieron viéndose, pero ya no por casualidad. El se tomó la costumbre de bajar en esa estación, aunque nada tenía que hacer por allí, mas que verla.

Y ella cantó cada día para él. Y él: “que calor” o “que tiempo loco éste”. Y en más de una ocasión se sintió viejo para ella, y ella quería convencerlo de que no era así, y siguió desgranando las canciones de Serrat sólo para que él la escuchara. “Barquito de papel, sin nombre, sin patrón y sin bandera”. Y él insistiendo que era una nena. Y ella: “no veas sólo una parte tómame como me doy”. Y Eduardo, alguna vez estuvo a punto de decírselo a su mujer, no porque quisiera dejarla, simplemente porque los años la habían transformado en un sostén, en una amiga, y en más de una ocasión estuvo a punto de escapársele.

Siguió bajando cada día en ese lugar sólo para verla. Para tomar un café cuando ella terminaba la función, y para amarse.

Y cuando estuvieron tan enamorados que no lo soportaron más, él se asustó y no regresó. Y ella, se subió a sus zancos como todas las tardes para verlo llegar, “palpándose el perfil, y trenzando mil nombres en dos sexos”.
Beatriz Fernández Vila

DAMAS CHINAS


Mi sarampión, mis paperas, fueron parte de una etapa feliz en mi corta existencia de diez años. Revistas, libros, algún juego de salón, para desbaratar la monotonía de las horas en cama. Las visitas de tía Mercedes y de Raquelita, mi abuela, que se resistía a ser tratada como tal. El chinchón con tío Ernesto. Y las Damas Chinas, a las que jugaba con papá, que nada tenían de chinas, pero que denominó así, para justificar las reglas que le inventó a un juego de damas, al que le faltaba un montón de piezas.

Hasta allí podría decirse  que tuve una infancia feliz. Pero cuando llegó la escarlatina, mi vida fue otra. Recuerdo que desperté húmeda y febril, diciendo incoherencias, porque la fiebre me hacía hablar sin ton ni son.

Mamá corrió a llamar al doctor Colmena, a pesar de que era muy temprano; apurada para hablarle antes de que se fuera al hospital.

El médico entró radiante a mi cuarto. Jocoso como siempre, precedido del crujido de sus zapatos de goma sobre el piso de madera. Verlo llegar preanunciaba ese juego dichoso de estar en cama, mimada y consentida por toda la familia. El olor de su colonia llegaba hasta mi, anticipando alguna enfermedad que habría de disfrutar rodeada de caricias, libros de cuentos, y mimos 

El doctor Colmena traía siempre buenas noticias: algún resfrío por el cual guardar cama, paperas, eruptivas, empachos; todas “catástrofes” aceptables que me mantenían lejos de la escuela. Qué más podía pedir, si tenía también los mimos exagerados de todos. Los libros para colorear, los relatos interminables, que escuchaba con actitud de tirana, lista siempre para corregir cualquier situación que no se ajustara al argumento original. O exigiendo las mismas palabras utilizadas con anterioridad. Cómoda en mi gesto dictatorial, respaldada por esas nanas que requerían “cuidados intensivos”. Consentida y dichosa, en mi trono de princesa convaleciente,

Las enfermedades de mi infancia también formaron parte de mi existencia feliz. Pero aquella vez no fue así. Lo primero que hizo el médico fue retirar a mi mamá del cuarto. Sus ojos que transmitían siempre tranquilidad, se fijaron en mi padre, y hubo un diálogo silencioso que no pasó inadvertido para mí.

La pesada figura de mamá se quedó suspendida en mi mirada mientras caminaba hacia la puerta. Giró un poco y alcancé a ver su vientre redondo que guardaba a mi hermano. Hizo volar un beso desde la palma de su mano, y fue el último gesto que me dedicó.

“Hay que cuidar a Inés  - dijo el médico- no podemos poner en riesgo su embarazo”. Supe entonces que la rubéola no era una enfermedad feliz, porque la principal protagonista de mi juego no iba a estar conmigo.

Don Funes, el vecino de enfrente, se ofreció para llevar a mamá a casa de Alicia, la amiga que vivía en Villa Ballester. Lloré toda la tarde, no hubo nada que me quitara la tristeza o me distrajera, ni siquiera la radio portátil que acababan de regalarme.

Los días comenzaron a hacerse interminables. La novedad fue que vino Graciela López a traerme la tarea, porque ya había tenido rubéola y no se iba a contagiar. Y con ella llegó esa catarata de información que manejaba. Así me enteré que su tía perdió el embarazo porque se había contagiado de su hijo menor, aunque no sabía bien por qué razón provocaba eso. 

Tal vez a mamá le sucediera lo mismo. Lo pensé con frialdad, y con el sórdido convencimiento de que fuera lo mejor .Un hermano que antes de nacer hacía que renunciara a mi madre, era un ser egoísta por el cual no debía sentir piedad. Aunque al instante me arrepentí, y traté de olvidarlo, como si el olvido pudiese conjurar el sentimiento solapado que se apoderó de mí .Esa noche tía Mercedes me encontró arrodillada al costado de la cama pidiendo perdón.

Tuve fiebre durante muchos días, el doctor lo adjudicó a mi estado emocional. Decididamente,  esa no fue una enfermedad como las demás. Si bien se multiplicaron los cuidados, sin mi madre, no fue lo mismo.

Raquelita triplicó sus mimos de abuela inexperta, olvidó por un tiempo sus clases de flamenco y se instaló en casa, para hacer scones duros, y tortas inexplicablemente apelmazadas. Tía Mercedes, cosía ropita para las muñecas, y tío Ernesto, proponía además del chinchón, otros juegos de naipes, para suplantar a papá, que repentinamente olvidó las reglas de las Damas Chinas, y se le instaló en la mirada una tristeza vaga que pretendía ocultar, con sonrisas destempladas.

Los días comenzaron a tener el color de la espera, se hicieron interminables, monótonos, marcados todos por la melancolía. Y sobrevolaba alrededor, algo más que la tristeza de estar lejos de mamá.

No puedo recordar cómo lo supe. Hay una nube oscura que cubre esos días, pero aquella mañana al ver a mi abuela, tuve la sensación de que algo nos estaba pasando. Alejado el encanto de estar en cama, de a poco dejé el cuarto para desayunar en la cocina. Hasta  esa mañana en que sorprendí a Raquelita secándose las lágrimas. No sabía bien por qué, pero la casa de pronto se hizo enorme y hueca, un silencio despiadado se apoderó de todos los cuartos.

No sé cuánto tiempo pasó desde el momento  que llamaron al doctor Colmena, y el día que me levanté  de la cama. Pero recuerdo muy bien, esa vez que ví a tía Mercedes parada en la puerta, con la mantilla celeste y envuelto en ella a mi hermano recién nacido. Sin explicación, una enfermedad infantil, supuestamente podía malograr un embarazo, sin embargo, allí estaba Fernando, fuerte y pujante, desafiando a la muerte que se había llevado a mi mamá.

No pregunté qué había pasado, tenía miedo a cualquier explicación, no quería pensar que mi egoísmo fuera el único culpable de lo que había sucedido. 

El otoño se había instalado en toda la casa y se resistía a replegar sus alas, y no las replegó nunca más, se apoderó para siempre de nuestras vidas, y de a poco, le fue dando su color a todas las cosas.

Una mano cruelmente prodigiosa, fue cambiando el matiz de nuestras horas, y nos  entregábamos mansos a lo que determinara.

Creo que el día que vi a mi hermano decreté el fin de mis enfermedades, porque  no volví a padecer ninguna otra. Y cuando él llegó a la edad de las eruptivas y las paperas, yo, me había convertido en una adolescente resuelta que hacía rato se había echado al hombro la angustia de un padre depresivo, y una casa que hacía aguas por todos lados. 

Y me sentí en el deber de cambiar las reglas.

No hubo libros de cuentos para Fernando, ni revistas, ni chinchón con tío Ernesto, que se había casado hacía poco con una viuda que tenía tres hijos pequeños, y le sobraban escarlatinas y varicelas para entretenerse.

Raquelita ya casi no contaba, porque a su actitud de abuela distraída, le sumó ese color de tristeza que la mantenía más ausente aún.

A tía Mercedes, el  parte médico sobre el avance de la cura se lo pasaba por teléfono, porque sus nanas empezaron a aparecer, y la convencí de que no era necesario que se molestara en venir.

Sola me arreglaba muy bien para cuidar a Fernando; sin juegos de naipes, sin cuentos, y sin  Damas Chinas. Pero  entregada a él con devoción, en un silencio respetuoso, en medio de un ambiente aséptico y casi hospitalario.

Beatriz Fernández Vila

jueves, 30 de diciembre de 2021

HERRUMBRADAS PERSIANAS


Herrumbradas persianas
recortan una verdad incierta
entre sus hendijas de plata
oxido y luz
desamparo y rumbo.

Tal vez un dialecto de agua
un idioma olvidado
que nombra otros mundos
donde diluidas acuarelas 
dibujan espectros,
y besos de sal
robados a los desiertos del alma.

Siempre hambrienta la noche
que lame la pregunta eterna
siempre alerta
bajo la húmeda corteza
donde la vida insiste.

Beatriz Fernández Vila